¿Se equivoca el Espíritu Santo en la elección del Papa?



En este interesante
artículo sobre el primado de Pedro leo esta peculiar estadística:

De los 265 Papas, 79 fueron santos, solo 10 fueron inmorales o corruptos y ninguno de ellos enseñó el error en materia de fe o moral. Estamos ante una tasa de menos del 4 por ciento de fallos. En comparación, de los apóstoles elegidos por Jesús, uno de los doce originales fue corrupto—esto representa una falla del 8 por ciento—De manera que la supuesta iniquidad y corrupción del papado a través de la historia no es argumento para desautorizar la institución papal. Por el contrario, el bajísimo número de papas malos sugeriría que el Espíritu Santo interviene—con lo estrictamente necesario— en su selección y asistiéndolos en su desempeño.


Desde luego es un buen argumento contra quienes se escudan en los errores de algunos papas para atacar a la Iglesia. En especial el hecho de que pese a miserias personales y graves pecados, ninguno se atreviese a enseñar el error en cuanto a la fe o la moral. Me ha parecido gracioso el enfoque de establecer el porcentaje de error del papado y compararlo con el de los Apóstoles. El autor demuestra un fino sentido del humor. El artículo forma parte de una colección de apologética, que es la ciencia que expone las pruebas sobre los que se apoya la verdad de la Iglesia Católica. En un hipotético debate sobre la institución papal se podría argumentar que dado que la ratio de errores ha sido baja y sobre todo si la comparamos con la ratio de los Apóstoles que fueron elegidos por el mismo Jesucristo, entonces debemos concluir que el Espíritu Santo se equivoca aún menos que Jesús en la elección de los Papas.

Sin embargo la Iglesia enseña que la plenitud del orden sacerdotal se alcanza mediante la consagración episcopal. Y esta confiere la gracia del Espíritu Santo, de esta manera los obispos, de manera eminente y visible, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Sacerdote y actúan en su nombre. En consecuencia, siempre que un sacramento es celebrado conforme a la intención de la Iglesia, el poder de Cristo y de su Espíritu actúa en él y por él, independientemente de la santidad personal del ministro. Pero los frutos de los sacramentos dependen también de las disposiciones del que los recibe como explica el Catecismo de la Iglesia Católica:

1550 Esta presencia de Cristo en el ministro no debe ser entendida como si éste estuviese exento de todas las flaquezas humanas, del afán de poder, de errores, es decir del pecado. No todos los actos del ministro son garantizados de la misma manera por la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que en los sacramentos esta garantía es dada de modo que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos otros actos en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre el signo de la fidelidad al evangelio y que pueden dañar por consiguiente a la fecundidad apostólica de la Iglesia.


Así pues, no es el Espíritu Santo el que se equivoca, el sacramento aporta toda la gracia suficiente para sobrellevar las dificultades del episcopado, son los pecados y las disposiciones de quienes lo reciben los que impiden que la gracia fructifique.



Ancien Via Appia En los primeros siglos de la Era Cristiana, la pax romana, la homogeneidad política y cultural conseguida por el Imperio romano, el uso del latín, el predominio de las ciudades sobre el campo como centros de romanización y cultura, y la seguridad de las vías de comunicación, entre las que destacaron de un modo singular las calzadas romanas, facilitaron la extensión del mensaje cristiano hasta los más remotos confines del Imperio.

El Imperio Romano se expandía alrededor del Mediterráneo, por Europa, África y Asia, abarcando a pueblos heterogéneos en cuanto a idiosincrasia y desarrollo. Si bien la lengua latina era oficial, convivía con una gran multitud de lenguas habladas a lo largo y ancho del Imperio. Otro tanto ocurría con el culto a los dioses romanos que realizaban todos los paganos, aunque conservaban asimismo el culto a los dioses propios de su país. En este complejo entramado, la creación de ciudades con sus estructuras habituales (templos, foro, circo, teatro, anfiteatro, termas) fue el instrumento preferido por los romanos para difundir y homogeneizar las diferentes culturas del Imperio. En ese ámbito, las clases superiores de la sociedad imperial compartieron los elementos que conformaron la civilización romana. Un ciudadano de Cartago o de Alejandría se entendería fácilmente con un ciudadano de Atenas o de Roma. Sin embargo en el campo, los aldeanos celtas de las Galias, mantendrían tradiciones y formas de vida alejadas de sus homólogos de Bitinia.

En la época de Augusto, gracias a la pax romana, durante la cual no hubo que hacer frente ni a guerras civiles ni a grandes conflictos con potencias extranjeras, las fronteras del Imperio alcanzaron su máxima extensión, y el ejercicio moderado del poder de los emperadores favoreció el desarrollo del comercio que se vio impulsado por la seguridad de las rutas navales y las calzadas romanas.

Las calzadas romanas

Entre los monumentos más extraordinarios que la antigua Roma legó a la posteridad se encuentran las calzadas, si bien probablemente su valor ha quedado oculto por la relevancia de sus otras creaciones civiles y artísticas. La tecnología de construcción de carreteras que desarrollaron los romanos no tuvo parangón en la Antigüedad y fue olvidada hasta el primer tercio del siglo XX. Sobre ellas se posibilitó la expansión de Roma y muy probablemente nuestra propia civilización. El despliegue de ejércitos numerosos para el mantenimiento de enormes fronteras exteriores, la administración de un territorio tan extenso, el reparto del correo estatal (cursus publicus), el comercio importador y exportador y el transporte de ingentes cantidades de mercancías, solo fue posible gracias al desarrollo tecnológico alcanzado en la construcción de las calzadas.

Los romanos fueron el primer pueblo de la Antigüedad que se enfrentó a un enorme reto de comunicación y transporte. Necesitaban recorrer miles de kilómetros con rapidez, a una velocidad constante de veinte kilómetros al día. A ese enorme reto dedicaron todo su ingenio constructivo y resolvieron todos los desafíos necesarios: desarrollaron unas vías con superficie de áridos para mejorar el agarre de los animales de uña desnuda, vadearon ríos mediante puentes, sortearon montañas, desmontaron laderas y taludes, calcularon las pendientes para posibilitar el paso de carros, determinaron las cargas que habrían de soportar las vías y sobredimensionaron su construcción a fin de soportar incluso cargas superiores, resolvieron el problema del drenaje del agua de lluvia mediante un perfil de “lomo de burro”, crearon terraplenes sobre los que asentar las calzadas, drenaron extensos pantanos y humedales para atravesarlos con sus vías, realizaron cálculos topográficos complejos para diseñar trazados rectos… Todavía hoy un tramo de 90 kilómetros de longitud de la Vía Apia ostenta el récord de la recta más larga de una carretera en Europa.

Los resultados no son menos impresionantes: El comercio se benefició tanto que todo tipo de mercancías desde muebles, vajillas, alimentos, metales hasta pesados fustes de columnas de mármol se distribuían a todos los rincones del Imperio. Un comerciante como C. Antonius Quietus exportó durante más de cincuenta años su aceite bético a todos los territorios romanos. Su marca se ha encontrado en la Galia, Germania, Britania y África del Norte. Las velocidades alcanzadas resultan increíbles para la época: sabemos que Tiberio recorrió 300 kilómetros en veinticuatro horas para visitar a su hermano Druso que había enfermado repentinamente en Germania. Y César llegó a viajar 100 millas en un día (unos 150 kilómetros) según Suetonio (Vida de César, 57). Las calzadas romanas fueron auténticas autopistas en un momento en que el resto de la Antigüedad se desplazaba por pobres caminos sin ni siquiera nivelar.

Roma no reparó en costes para ello, al contrario más bien derrochó más dinero del estrictamente necesario para cumplir con otros fines: sus obras debían ser eternas y servir además de elemento propagandístico de la civilización romana. Podemos comprender el efecto de superioridad que conseguirían creando una de estas vías en un territorio recién conquistado si pensamos en lo que ocurre hoy en día cuando llega una nueva carretera a una población aislada: se activa el comercio, se reducen los tiempos de desplazamiento, llegan nuevos viajeros y mercancías… y se transmiten las ideas…


Imagen: La Via Appia en Terracina. Macorig Paolo