Brasas candentes

En el diario Información del día 7 de septiembre aparecía un artículo con el título “Absurda objeción”, en el que se hacían una serie de manifestaciones sobre “Alicante Educa en Libertad”, asociación de la que soy miembro, que me gustaría puntualizar.

En el artículo se afirma que somos “siempre los mismos” y nos tilda de “católicos de pacotilla que todavía viven en la España del nacionalcatolicismo”. Yo no sé si soy siempre el mismo, así a bote pronto creo que no pertenezco a ninguna otra asociación… Bueno, sí, a la de padres del colegio de mis hijos y a la de antiguos alumnos de mi universidad… y también a la comunidad de propietarios de mi edificio, aunque creo que la autora no se refería a eso. Yo sí soy católico, pero desconozco si el resto de miembros de Alicante Educa en Libertad profesa cualquier religión, dado que nuestra entidad es aconfesional y a nadie se le pregunta por sus creencias para formar parte de la misma. Lo que sí sé es que, de todos los papeles que en la vida me ha tocado desempeñar, formo parte de AEL por aquel del que me siento más orgulloso: el de ser padre de mis hijos. Y quienes componemos esta asociación somos sencillamente eso: padres y madres que pretendemos desarrollar nuestra labor de educar a nuestros hijos de la mejor manera posible. De ordinario afrontamos esta responsabilidad con pocas certezas y muchas dudas e inquietudes y nos sentimos abrumados por una tarea que se empeña tercamente en revelarnos nuestras carencias y defectos; estos sí, numerosos. Aún así, tratamos de ayudar a nuestros hijos a descubrir cuanto de bello, bueno y verdadero existe en el mundo. Y asistimos vigilantes y temerosos a sus inciertos e inseguros pasos en el aprendizaje del oficio más difícil de la vida: el de ser hombre. Pese a nuestras limitaciones, aspiramos a que nuestros hijos sean mejores que nosotros y lleguen a ser hombres y mujeres íntegros y cabales, y a que desarrollen todas sus capacidades, talentos y habilidades hasta llegar a alcanzar la plenitud de su ser, ese a veces vago, difuso y escurridizo estadio que desde antiguo se dio en llamar felicidad.

Y por si la tarea no fuese ya de por sí lo suficientemente complicada, observamos con creciente preocupación cómo “la tribu” se esfuerza en entorpecer esta labor. Porque lo que José Antonio Marina no comprendió cuando propuso como lema educativo el refrán africano de que “no educa un hombre solo sino que educa la tribu entera”, es que solamente era válido en un tiempo en que los padres compartían con “la tribu” (colegios, sociedad, medios de comunicación, autoridades civiles y religiosas, administraciones públicas, amigos, etc.) un único sistema de valores y creencias. Pero en la actualidad esto ya no es así. Hoy, tanto los padres como “la tribu”, cuentan con diversas creencias, cada uno las suyas propias, que en muchas ocasiones se muestran incompatibles entre sí. Y es evidente que para que todos podamos convivir en armonía es necesario un escrupuloso respeto a las creencias y valores de los demás. Pero la Historia nos enseña obstinada que donde hubo una situación de desequilibrio, donde existió un débil y un poderoso, existió siempre la tentación de este de abusar del débil. Y en este caso los débiles somos los padres que asistimos estupefactos al espectáculo de cómo las diferentes administraciones educativas, desde el Gobierno hasta las autonómicas, cada vez parecen preocuparse menos de que nuestro sistema educativo aparezca constantemente en los últimos lugares del informe PISA, de que aumente alarmantemente el fracaso escolar, de la inaudita pérdida de autoridad de los profesores, de la rebaja constante de los contenidos educativos, de la falta de esfuerzo de los estudiantes y de tantos males que lo aquejan, mientras se afanan en inmiscuirse y controlar aspectos cada vez más personales y alejados de la educación de nuestros hijos, desde su conciencia, su afectividad, sus creencias y valores y hasta su ingesta de bollería industrial, no sea que los desaprensivos de sus padres los estemos cebando para comérnoslos luego bien asaditos con una manzana en la boca. Los padres somos los convidados de piedra del sistema educativo. Nuestras libertades son cada vez menores, no podemos decidir el centro al que acudirán nuestros hijos, ni los intocables contenidos educativos, ni siquiera el idioma en que van a ser escolarizados y mucho menos podemos conseguir que se respeten nuestras convicciones. Eso sí, somos libérrimos para pagar todos los excesos del sistema, porque somos nosotros quienes sostenemos el chiringuito; con nuestro dinero e impuestos pagamos todo, desde los centros educativos públicos, privados o concertados, hasta los maestros, educadores y pedagogos y la miríada de ministros, secretarios, subsecretarios, conselleres y funcionarios de toda ralea, pelaje, y condición.

La autora del artículo se empecinaba en mostrarnos cuál es su sistema de creencias y valores en un ámbito determinado: el de la educación afectivo y sexual, que viene a coincidir con el del Gobierno actual, expresado recientemente en una guía denominada “Ganar salud en la escuela” que desarrolla los contenidos “educativos” recogidos en la ley del aborto y a los que AEL se ha mostrado contraria. No entraré a discutir sus creencias. Son las suyas y también las del Gobierno y como tales respetables. Tanto como las mías. Lo que se olvidó de explicar es por qué las suyas son mejores que las mías y por qué mis hijos deben ser educados conforme a las suyas. O las del Gobierno de turno. Porque lo que verdaderamente subyace en este asunto es el concepto de libertad, en concreto el de libertad educativa. Y es evidente que el suyo es bastante pacato. Su libertad consiste simplemente en la capacidad de imponernos a los demás su sistema de creencias mientras que los padres somos muy “libres” de aceptar esta imposición. Y esto es especialmente evidente en los centros públicos, que deben ser aquellos que como nos iluminó acertadamente una política refiriéndose al dinero público, son de todos y por tanto, no son de nadie, o mejor dicho, son del primero que llegue y se los apropie, sea la autora del artículo o el Gobierno. Y una vez plantada la bandera de la propiedad, en ellos “libremente” se educa como ellos digan, faltaría más, ¡hasta ahí podíamos llegar!

Pero este concepto de libertad no es el que los padres agrupados en AEL defendemos. Nosotros no queremos imponer a nadie nuestros valores. Defendemos el derecho de todos los padres a que sus hijos sean educados conforme a sus propias convicciones, y a que se respete su libertad de conciencia y la libertad de educación de sus hijos. Es decir, que defendemos el derecho de la autora del artículo a que sus hijos sean educados conforme a sus valores, de igual modo que los nuestros lo sean de acuerdo con los nuestros. Y lo hacemos porque son derechos que pertenecen a todos por el mero hecho de ser personas, y además así han sido recogidos en nuestra Constitución. Defendemos nuestra libertad y nuestro derecho a proteger la libertad educativa con todos los medios legítimos en un Estado de Derecho. Desde la pública exposición de nuestras ideas que se encuentra amparada en la libertad de expresión, hasta el recurso a los Tribunales de Justicia, pasando por la objeción a todas aquellas leyes que, en conciencia, consideremos manifiestamente injustas. Sin descartar la desobediencia civil pacífica, si fuese necesaria. Es evidente que para los defensores de una devaluada libertad, nuestra objeción es absurda; nuestra conciencia, despreciable y nuestra libertad, prescindible.

Aún así, parece que les molestamos mucho, y yo no lo entiendo. Somos pocos. Somos insignificantes. La mayoría de nosotros son sencillas amas de casa que portan con mi mismo orgullo el título de madres. No queremos protagonismo. Nada nos gustaría más que disolver nuestra asociación, señal de que nuestra lucha ya no es necesaria. Probablemente no veremos en nuestra vida una victoria clara que garantice en España la libertad de educación. Quizá no la vean nuestros hijos ni los hijos de nuestros hijos. La mayoría considerarán nuestra batalla como perdida de antemano. Como todo en esta vida, pasaremos. Desaparecerán nuestros restos y nuestros nombres serán dispersados como polvo por los vientos volubles de los tiempos. Pese a ello confiamos en que nos sobrevivan algunas pocas certezas. La de que el bien acaba triunfando sobre el mal y la de que la opresión no puede ahogar siempre a la libertad. Porque la llama de la libertad está firmemente prendida en el corazón del hombre. Unas veces arde violentamente y otras es un simple rescoldo sepultado bajo las cenizas, pero no puede apagarse nunca porque si lo hace, los hombres mueren. Y para avivar ese rescoldo tan solo hace falta un puñado de gente corriente que, mientras los demás miran para otro lado, hacen lo que su conciencia les dice que es lo correcto, les cueste lo que les cueste, hasta transformarse ellos mismos en brasas candentes en la carne de la Historia. Y si esto no ocurre confiamos en que algún día, en algún pliegue olvidado de su memoria, nuestros hijos recuerden una importante lección que quisimos transmitirles, la misma que Atticus Finch el protagonista de “Matar a un ruiseñor” quiso transmitir a los suyos: «Quería que descubrieses lo que es el verdadero valor, hijo, en vez de creer que lo encarna un hombre con una pistola. Uno es valiente cuando, sabiendo que la batalla está perdida de antemano, lo intenta a pesar de todo y lucha hasta el final, pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence».

Alter Christus

En este Año Sacerdotal recomiendo ver este vídeo en tres partes que se centra en algunos de los muchos aspectos sobre el sacerdocio. Ha sido producido por H.M. Televisión, en colaboración con la Congregación del Clero. Al hilo de la vida de San Juan María Vianney se repasan diversas cuestiones sobre el sacerdocio: vocación, misión, identidad, sacramentos, etc… El vídeo se ha producido en 5 idiomas: inglés, español, francés,italiano y alemán.


El vídeo incluye entrevistas con: el Cardenal Cláudio Hummes, Prefecto de la Congregación para el Clero; el Cardenal Antonio Cañizares, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos; el Cardenal Julián Herranz, Presidente de la Comisión Disciplinaria de la Curia Romana; el Arzobispo Monseñor Mauro Piacenza, Secretario de la Congregación para el Clero;el Abad Michael John Zielinski, Vicepresidente de la Comisión para el Patrimonio Cultural de la Iglesia; Monseñor Guido Marini, Maestro de las Ceremonias Pontificias; y otros muchos.


La duración de los tres vídeos es de aproximadamente 30 minutos.

Agonía de Cristo en la cruz



Cristo de la Buena Muerte Su cuerpo semejaba de una arcilla pegajosa, con placas azules de los trastornos circulatorios, con coágulos desprendidos de la espalda flagelada, roída por la entena. Le resbalaba un sudor craso por las axilas, por los riñones, por los muslos; palpitaba horriblemente su cuello abotargado, corto, confundiéndosele con las mejillas infladas, blandas, lívidas; las sienes se le hundían, y sus oquedades se juntaban en las cuencas de los ojos; resaltaba la frente roja, el filo húmedo de la nariz anhelante, pulverulenta de una harinosidad amarilla. Los labios, fláccidos, amoratados, con arborizaciones venosas, se torcían sobre la escara de los dientes; y entre sus párpados cárdenos se perdía su mirada turbia, cuajada en una lágrima... Agonía del Señor. Agonía del crucificado, que padece las angustias de todas las muertes. [...]

Jesús agonizaba. Balanceó el cráneo, ahogándose. Se veía el ansia del resuello desde el vientre a las fauces. Crepitaban sus pulmones cartonosos; temblaba la blanda hinchazón de su pleura; se rompía su silbo ronco en un colapso; y entonces resaltaba el zumbido de las moscas en sus ojos, en su nariz, en sus orejas, en las llagas de los clavos.

Y tornaba el jadear, el cabeceo de la asfixia. Su cabellera se doblaba, caía, le cegaba, se alzaba; su aliento fue haciéndose ancho, prolongado. Se quejó, y precipitose su ahogo. Sus pupilas vidriosas imploraron el azul; se volvieron a la tierra... [...]

Todo el Calvario estaba lleno de su angustia. Sobre los rumores de la multitud y el aullar de Genas y Gestas, resaltaba el afán del Señor. Y sonó su grito de desgarraduras de toda su vida; y sintiose su silencio, el silencio del pecho inmóvil, desencajado, alto, duro, metálico; la cabeza quedó colgando hacia la roca; y la cruz tembló del peso del cadáver, que se había salido del escabel, y semejaba desclavarse. La madre aún esperó otra palpitación del costado del hijo.

Gabriel Miró, Figuras de la Pasión del Señor

Veámosle morir. Sin énfasis, de la mano de Gabriel Miró, acerquémonos al cerro de la ejecución. Él hará que todo se torne caliente, todo aquello que se había enfriado en los rincones del espíritu. Volveremos a sentirnos niños en la imaginación, pero con conciencia de hombres. Y por primera vez el dolor físico de la crucifixión nos latirá dentro de cada víscera, y derramaremos las primeras lágrimas por aquel al que tanto tiempo habíamos rezado, pero por el que no habíamos llorado aún, ni una sola vez.

Juan Gil-Albert, Gabriel Miró: Remembranza

Imagen: Cristo de la Buena Muerte, Nicolás de Bussy, S.I. Concatedral de San Nicolás de Bari. Alicante. Créditos: Paco Cameo.

En la muerte de Miguel Delibes

Saldaña La mayor parte de los autores a los que uno lee no están vivos y siguiendo a Quevedo, uno vive “en conversación con los difuntos y escucha con sus ojos a los muertos”. Pero en ocasiones tiene el lector la dicha de participar a través de los libros de las ideas, los sentimientos, las preocupaciones de un autor vivo, y aunque no haya tenido la oportunidad de conocerlo personalmente, se siente íntimamente unido a él, y sabe que en la ignorada lejanía, disfruta de una amistad intelectual a la que puede recurrir en busca de consuelo, consejo o confortación, o simplemente para disfrutar del mero placer estético de desgranar una historia bien narrada. Es el autor como aquel viejo vecino del pueblo al que uno regresa tras años de ausencia y con el que basta intercambiar unas pocas palabras para comprender que, pese al tiempo, la distancia y la diferencia de edad, participa con él de una manera de ser, de ver y de entender el mundo, y al que sabe que inexorablemente podrá recurrir en caso de necesidad, aunque se limite a compartir muy de cuando en cuando una antigua historia y un vaso de vino al calor del hogar.

Delibes ha formado parte de la reducida nómina de autores que han acompañado a mi familia a lo largo de los años, y que han conformado el corpus que recoge los valores compartidos que más allá de la mera necesidad constituyen el núcleo intelectual y sentimental de una familia. No recuerdo cuál fue el primer libro de Delibes que leí pero sin duda debió de ser alguno de caza. Rebuscando en los pliegues de mi memoria diría que fue El libro de la caza menor, un tomo de tapas duras con sobrecubierta de papel verde y ocre de la colección Áncora y Delfín de la Editorial Destino, a la que Delibes fue fiel toda su vida. Quizá fuese Con la escopeta al hombro, aunque puedo asegurar sin dudas que después vino Diario de un cazador, dando paso ya a la novela. La caza es una actividad reverenciada con devoción casi religiosa en mi familia. Diría que si no la practicamos es por temor a mancillarla, tanto es el respeto que nos infunde. Pero si no somos practicantes somos firmemente creyentes. Los libros de Delibes se acompañaban en la librería familiar con el pequeño tomo que recogía el prólogo de Ortega al libro de caza del conde de Yebes junto con un breve ensayo sobre el anillamiento de las aves. Todos ellos juntos constituían la fundamentación intelectual de la caza. Y un poco más allá, en el mismo estante, aquel olvidado autor que fue José María de Castroviejo formulaba la profesión de fe: “Soy cazador de corazón y quisiera serlo de oficio y hasta de profesión”. En la otra pared del pasillo enfrente de la librería, una vieja escopeta de perrillos sistema Lefaucheaux, junto con un cuchillo de caza del siglo XIX que proclamaba orgulloso “Soi de mi dueño” y un cargador de pólvora de armas de avancarga, compartían espacio con un armero de caoba rematado por una cabeza de rinoceronte tallada, donde los soportes de las armas y el cuerno del animal eran colmillos de jabalí, dando fe de la pasada dedicación de la familia a la cinegética.

Mi padre y mi hermano disfrutaron de los lances del “cazador que escribe”, del último de aquella casta de cazadores “de escopeta, morral y perro”, que van desvaneciéndose como los viejos soldados, seres inútiles ya en el tiempo mezquino que nos ha tocado vivir. Y uno que no ha sido cazador pero ha compartido madrugadas en la niñez para acompañar a su hermano con su escopeta de balines y adentrarse en los brumosos prados gallegos, no tanto por descubrir los esquivos mirlos, sino por atrapar el preciso instante en que amanece en el campo y “se siente uno como si Dios hubiese creado el mundo para él”, en la feliz expresión del escritor; descubrió gracias a él la emoción del paisaje, convertido luego en elemento esencial de su literatura. Salvo Azorín nadie como Delibes entendió el carácter conformador del paisaje sobre la personalidad. Quizá por ello en el mismo estante estaban los libros de Cunqueiro, pues si Delibes era Castilla, Cunqueiro era Galicia.

Pero más allá de la pasión por la caza y de la emoción del paisaje, se encontraba el escritor y también el hombre que se nos revelaba a través de su literatura. Leyendo sus libros se podía seguir su itinerario vital: el nacimiento de su vocación literaria estudiando el manual de Derecho Mercantil de Garrigues, en quien descubriría la búsqueda del adjetivo preciso; su novia Angelines con quien compartía un café para dos en la penuria de la posguerra y se dedicaban a la olvidada tarea de cogerse de las manos y mirarse a los ojos; su primeriza novela que sin embargo obtuvo el Nadal; el destronamiento sucesivo por nacimiento de sus hijos; su actividad periodística en “El Norte de Castilla”, combinada con las madrugadas para cazar perdices al ojeo en las besanas castellanas; el fallecimiento prematuro de Angelines, el descanso en el refugio de Sedano… Y también se podía descubrir la preocupación social del escritor, su compromiso con los débiles y excluidos que fue la idea repetida sobre la que asentó su obra (“el escritor no es hombre de muchas ideas, más bien es hombre de una sola idea repetida muchas veces”). Y es en esta idea donde Delibes volcó su concepción moral, porque si bien sabía que de la mezcla de moral y literatura suele salir una desastrosa moralina, afirmaba pese a ello que su obra era esencialmente moral. Su concepción del hombre y de la vida entroncaba directamente con la del castellano viejo, ese personaje atávico de cuya desaparición fue testigo y notario. Y por su coherencia con esa forma de vida se convirtió él mismo en referente ético de varias generaciones de españoles que reconocimos su magisterio. Descanse en paz.

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Imagen: Saldaña por Alfonso Benayas


La vida es un continuo




"Voy a hacer 40 años en pocos días, tuve también 20 años y 10; tuve 5 y tuve 1; tuve mis primeras 34 semanas de vida que pasé, estupendamente, en el vientre de mi madre, y antes que esas 34 tuve 12 y antes de esas 12 tuve 1, y antes de esa semana primera tuve 3 días, y 48 horas y 10 minutos, y un primer segundo. Desde ese primer segundo fui yo, el que ahora, en breve cumplirá 40 años. No tuve, de repente, por arte de magia, como dice la Ley, 14 semanas para empezar a ser yo y tener derecho a vivir. Eso es todo."

Iñigo Urien Azpitarte