Ancien Via Appia En los primeros siglos de la Era Cristiana, la pax romana, la homogeneidad política y cultural conseguida por el Imperio romano, el uso del latín, el predominio de las ciudades sobre el campo como centros de romanización y cultura, y la seguridad de las vías de comunicación, entre las que destacaron de un modo singular las calzadas romanas, facilitaron la extensión del mensaje cristiano hasta los más remotos confines del Imperio.

El Imperio Romano se expandía alrededor del Mediterráneo, por Europa, África y Asia, abarcando a pueblos heterogéneos en cuanto a idiosincrasia y desarrollo. Si bien la lengua latina era oficial, convivía con una gran multitud de lenguas habladas a lo largo y ancho del Imperio. Otro tanto ocurría con el culto a los dioses romanos que realizaban todos los paganos, aunque conservaban asimismo el culto a los dioses propios de su país. En este complejo entramado, la creación de ciudades con sus estructuras habituales (templos, foro, circo, teatro, anfiteatro, termas) fue el instrumento preferido por los romanos para difundir y homogeneizar las diferentes culturas del Imperio. En ese ámbito, las clases superiores de la sociedad imperial compartieron los elementos que conformaron la civilización romana. Un ciudadano de Cartago o de Alejandría se entendería fácilmente con un ciudadano de Atenas o de Roma. Sin embargo en el campo, los aldeanos celtas de las Galias, mantendrían tradiciones y formas de vida alejadas de sus homólogos de Bitinia.

En la época de Augusto, gracias a la pax romana, durante la cual no hubo que hacer frente ni a guerras civiles ni a grandes conflictos con potencias extranjeras, las fronteras del Imperio alcanzaron su máxima extensión, y el ejercicio moderado del poder de los emperadores favoreció el desarrollo del comercio que se vio impulsado por la seguridad de las rutas navales y las calzadas romanas.

Las calzadas romanas

Entre los monumentos más extraordinarios que la antigua Roma legó a la posteridad se encuentran las calzadas, si bien probablemente su valor ha quedado oculto por la relevancia de sus otras creaciones civiles y artísticas. La tecnología de construcción de carreteras que desarrollaron los romanos no tuvo parangón en la Antigüedad y fue olvidada hasta el primer tercio del siglo XX. Sobre ellas se posibilitó la expansión de Roma y muy probablemente nuestra propia civilización. El despliegue de ejércitos numerosos para el mantenimiento de enormes fronteras exteriores, la administración de un territorio tan extenso, el reparto del correo estatal (cursus publicus), el comercio importador y exportador y el transporte de ingentes cantidades de mercancías, solo fue posible gracias al desarrollo tecnológico alcanzado en la construcción de las calzadas.

Los romanos fueron el primer pueblo de la Antigüedad que se enfrentó a un enorme reto de comunicación y transporte. Necesitaban recorrer miles de kilómetros con rapidez, a una velocidad constante de veinte kilómetros al día. A ese enorme reto dedicaron todo su ingenio constructivo y resolvieron todos los desafíos necesarios: desarrollaron unas vías con superficie de áridos para mejorar el agarre de los animales de uña desnuda, vadearon ríos mediante puentes, sortearon montañas, desmontaron laderas y taludes, calcularon las pendientes para posibilitar el paso de carros, determinaron las cargas que habrían de soportar las vías y sobredimensionaron su construcción a fin de soportar incluso cargas superiores, resolvieron el problema del drenaje del agua de lluvia mediante un perfil de “lomo de burro”, crearon terraplenes sobre los que asentar las calzadas, drenaron extensos pantanos y humedales para atravesarlos con sus vías, realizaron cálculos topográficos complejos para diseñar trazados rectos… Todavía hoy un tramo de 90 kilómetros de longitud de la Vía Apia ostenta el récord de la recta más larga de una carretera en Europa.

Los resultados no son menos impresionantes: El comercio se benefició tanto que todo tipo de mercancías desde muebles, vajillas, alimentos, metales hasta pesados fustes de columnas de mármol se distribuían a todos los rincones del Imperio. Un comerciante como C. Antonius Quietus exportó durante más de cincuenta años su aceite bético a todos los territorios romanos. Su marca se ha encontrado en la Galia, Germania, Britania y África del Norte. Las velocidades alcanzadas resultan increíbles para la época: sabemos que Tiberio recorrió 300 kilómetros en veinticuatro horas para visitar a su hermano Druso que había enfermado repentinamente en Germania. Y César llegó a viajar 100 millas en un día (unos 150 kilómetros) según Suetonio (Vida de César, 57). Las calzadas romanas fueron auténticas autopistas en un momento en que el resto de la Antigüedad se desplazaba por pobres caminos sin ni siquiera nivelar.

Roma no reparó en costes para ello, al contrario más bien derrochó más dinero del estrictamente necesario para cumplir con otros fines: sus obras debían ser eternas y servir además de elemento propagandístico de la civilización romana. Podemos comprender el efecto de superioridad que conseguirían creando una de estas vías en un territorio recién conquistado si pensamos en lo que ocurre hoy en día cuando llega una nueva carretera a una población aislada: se activa el comercio, se reducen los tiempos de desplazamiento, llegan nuevos viajeros y mercancías… y se transmiten las ideas…


Imagen: La Via Appia en Terracina. Macorig Paolo

0 comentarios:

Publicar un comentario